Los combatientes caídos en la Guerra

Categoría: Armada (Page 36 of 40)

Héctor Abel Cerles

HERÓICO HASTA EL ÚLTIMO MINUTO

Por: Valentina Bacigalupo.

Héctor Abel Cerles siempre llamó la atención de sus compañeros. Desde el primario. No solo por ser el más alto del aula sino por su solidaridad. Una esencia que mantuvo de pequeño. “Le decíamos ‘El colorado rebelde’, pero aquella rebeldía la usaba siempre para ayudar”, dice con la voz entrecortada Roberto Borges, un compañero de la Escuela Primaria N° 141, quien 25 años después de la última vez que lo vio, encontró una foto en el Centro de Veteranos de Guerra de Malvinas de La Matanza. Se enteró ese día que Héctor y dos compañeros más también habían estado en la guerra. De cuatro, regresaron tres. De esos tres, uno es Roberto.

El 14 de junio de 1982 a las siete de la mañana, en el Monte Tumbledown, los soldados se rindieron por orden de su jefe, el teniente de corbeta Carlos Vázquez, ya que habían consumido totalmente sus municiones y se encontraban imposibilitados de controlar el combate. Sin armas para dar batalla, Héctor Abel Cerles fue baleado por un inglés luego de intentar detener el asesinato de su compañero José Luis Galarza a quien le clavaron una bayoneta en el cuello. Como dijo su amigo, siempre protegiendo a sus pares.

Actualmente la escuela primaria en donde transitó su niñez posee una placa en honor a Abel. Esta fue colocada por su hermano y Roberto Borges, para que La Matanza y todo el pueblo argentino lo recuerde como aquel soldado que dejó la vida por su país.

Nieve Claudio Condorí

EL TUCUMANDO QUE CRIABA ANIMALES

Por: Luca Saglietti.

2 de mayo de 1982. Dos torpedos lanzados por el submarino británico Conqueror impactaron en el crucero A.R.A General Belgrano. Nieve Claudio Condorí fue uno de los 23 tucumanos que fallecieron a bordo. Vivía junto a sus padres y hermanos en Rodeo Grande. “Fue un alumno ejemplar, de campo, trabajador, que no le tenía miedo a nada”, cuenta Guillermina, la hermana menor.

De niño jugaba mientras cuidaba a las cabras por los cerros. Además, también crió y adiestró a una cruza de gato común y gato montés. “Le gustaba descubrir cosas nuevas, por eso se anotó a la Marina. Quería salir del campo”, explica su hermana.

Desde Ushuaia envió una carta a su familia contando la convocatoria de urgencia al General Belgrano, pero aclarando que no se preocuparan porque no habría guerra. Sin embargo, las noticias en 1982 no eran esperanzadoras. “Mi mamá llevaba días sin escuchar la radio porque sentía un rumor de que podría empezar la guerra. La apagaba para no enterarse de nada”, se acuerda Guillermina. Y agrega sobre el ataque fatal al Belgrano: “Tras enterarse de la noticia, mi mamá se encerró en su mundo. Mi papá se encargó de todo”.

La muerte de Claudio Nieve Condorí conmocionó a toda la familia. Rememora su hermana: “Mi papá, Nicolás Clemente Condorí, no soportó la noticia. No se rió más. Fue lo peor para él. Para mamá, Andrea Isabel Díaz, fue muy difícil aceptar que no iba a volver más”. Guillermina sueña volver a verlo caminando por el pueblo.

Abel Eugenio Coronel

“CACHO” ETERNO

Por: Matías Steinberg.

Un flaco alegre y simple, de esa gente que te transmite felicidad por donde va. Siempre bien generoso y desinteresado con el resto. Nacido el 19 de mayo de 1950 en la ciudad de Tostado, Santa Fe, Abel Eugenio Coronel fue uno de los héroes caídos en Malvinas.

Se dice que en Tostado nada es igual desde el 2 de mayo de 1982. Las baladas de José Luis Perales jamás volvieron a sonar igual, los partidos de fútbol entre semana no volvieron a ser lo mismo y los bailes de carnaval en la ciudad perdieron su esencia. Todo con la partida de “Cacho”, aquel muchacho bailarín y luchador que partió por un viaje de estudio y la mala suerte hizo que coincidiera con la guerra.

Abel E. Coronel

Su familia lo vió por última vez en la base naval de Belgrano, de donde zarpó y jamás volvió. 16 días después del último abrazo, el crucero ARA General Belgrano fue hundido por el submarino británico HMS Conqueror. El impacto fue a las 16.23, generó que el comandante Héctor Elías Bonzo diese la orden de abandonar la nave, ya que había daños irreversibles. Pocos días después, con la lista de difuntos, se supo que entre aquellos hierros retorcidos en el fondo del Océano Atlántico quedó atrapado el cuerpo de “Cachito”, uno de los 323 que fallecieron esa tarde.

Su pérdida fue dolorosa para su esposa Juana Falcón, con la que compartió 4 años de casado y con la que tuvo a Cristian, su hijo de 2 años al que no pudo ver crecer.

En su pueblo el legado que dejó será eterno y nunca lo olvidarán. La calle donde está su casa lleva su nombre, al igual que el salón de actos de la escuela primaria. En la terminal de ómnibus de Tostado hay una placa que lo recuerdo. Un pequeño mimo para la familia y el barrio que lo recuerda como lo que era, un flaco desinteresado y feliz.

Néstor Daniel Corvalán

EL PIBE QUE HACIA REÍR CON SUS CHISTES

Por: Pedro Chouza.

A los 18 años decidió que su vida cambiaría de rumbo. De haberse criado y formado en un pueblo de tan solo 300 habitantes, a alistarse en la Marina.

Néstor Daniel Corvalán nació en La Posta, al sur de Tucumán. Desde su nacimiento hasta su partida a Buenos Aires vivió allí junto a su familia, rodeado de muchos amigos. Muy querido en el barrio, se ganó el afecto con sus chistes y su personalidad.

“Era una muy buena persona. Desde primer grado compartimos amistad y muchas vivencias. Ha sido un gran amigo para mí”, cuenta Miguel, un compañero de secundaria. Luego de un gran esfuerzo económico del padre, Néstor pudo cumplir su sueño de ingresar a la Armada en Buenos Aires.

Varios años prestó su servicio, hasta que en 1982 tuvo que defender al país en Malvinas. Antes de partir viajó a La Posta por última vez. Ana Corbalán, hermana del ex combatiente, contó las palabras que le dijo Néstor a su madre previo a la guerra: “Mami te voy dejar estos papeles para que cobres el seguro mío si es que no vuelvo, pero quedate tranquila que voy a volver”. Él era el preferido de su mamá.

Tenía 24 años cuando embarcó en el Crucero Ara General Belgrano. “Al momento del impacto tuve que cubrir mi puesto y ponerme en un lugar en donde dirigir el abandono; el cabo o el conscripto debía ir caminando a donde estaba su balsa y esperar a que se dé la voz de abandono”, comentó Pedro Galazzi, segundo comandante a bordo. Néstor se encontraba realizando guardia cuando sucedió la explosión.

Días después, la familia Corbalán se enteró por las noticias que habían torpedeado el crucero. Ana rememora la frialdad con la que le comunicaron lo sucedido: “Estuvimos 15 días preguntando, hasta que vinieron de la escuela de la Armada en San Miguel de Tucumán y nos avisaron que daban a Néstor por desaparecido”.

Julio César Cuello

SIN MIEDO A NADA

Por: Micaela Delzart.

“Mar”, gritó firme y sin dudar Julio César Cuello, cuando en la Armada le preguntaron si quería ir a tierra, aire o mar. Sin experiencia previa y haciéndole caso a sus decisiones, el joven de 14 años partió de Valle Fértil, pequeño pueblo sanjuanino, y se fue a estudiar al Colegio de la Armada.

No le tenía miedo a nada y lo demostró desde pequeño: a los ocho años se fue solo a dedo, sin avisarle a nadie, a la ciudad de Caucete para visitar a su tía.

Cuando escuchó en la radio la posibilidad de combatir por su país sin necesitar el secundario, el entusiasmo creció aún más. Como le faltaba un año de primaria, estudió con un profesor particular e ingresó a la Escuela Mecánica de la Armada.

Con 17 años era el combatiente más chico de su grupo y el único de Valle Fértil. Ingresó al crucero ARA General Belgrano en la parte de maquinaria del barco por tener conocimientos previos, ya que su padre era mecánico. Fue camarero y ayudante en la cocina. En los descansos, estudiaba para ser Cabo. No se intimidaba por sus compañeros mayores; al contrario, hacía chistes para que liberen su tensión. Al ser el más joven y flaco lo apodaron “El Chato”.

La última vez que fue a su pueblo, Julio se llevó fotos de sus hermanos más chicos (11 en total; no llegó a conocer a todos). Tras discutir con su padre en el cumpleaños de su hermano mayor, le dijo enojado a la madre: “Voy a trabajar y se van a venir todos conmigo a Buenos Aires porque a Valle Fértil no vuelvo más”.

“Nos quería dar un mejor futuro. Anhelaba llevarnos a Buenos Aires y con ese fin trabajaba en el barco”, comentó su mamá, Mirta de Cuello.

A dos metros de donde reposaba, cayó el primer bombardeo. El crucero no estaba en posición de guerra. Su cuerpo nunca fue encontrado y se lo catalogó como desaparecido. La chispa que tenía para hacer reír y perder el miedo, quedó guardada en sus seres queridos.

Alejandro Omar Cuevas

EL NIÑO QUE SOÑABA CON SER CAPITAN DE UN BARCO

Por: Pedro Duffau.

Alejandro Omar Cuevas nació el 26 de julio de 1958 en Ramos Mejía, partido de La Matanza. Se radicó en Moreno a una cuadra de la estación de trenes. “Alex” vivió con su padre Alberto Oscar Cuevas, su madre Rosa Wanda Tischer y sus 3 hermanas: Silvia, Irene y Natalia.

Durante su infancia el deporte era muy importante ya que jugaba al tenis, handball, vóley, atletismo y al rugby en el Club y Biblioteca Mariano Moreno.

Alejandro era muy alto, atlético, de pelo castaño y nariz prominente. Inteligente, caballero, divertido, agradable y, sobre todo, muy familiar. “De chiquito quería ser capitán de un barco”, confiesa Silvia, su hermana mayor. Tenía una relación muy especial con Irene, su hermana del medio, quien lo recuerda: “Era protector y siempre estábamos juntos”. Tal fue el vínculo que tenía con ella que compraron su primer auto, un Peugeot 504 modelo 1975.

Hizo la primaria en la escuela pública Domingo Sarmiento y se recibió en un secundario industrial de Merlo, donde conoció a José Luis Cataldi: “Alejandro era muy atento y estaba presente en todos los cumpleaños. No le gustaba llegar a casa sin nada para comer. Siempre traía unas galletitas Lincoln”.

En 1978 comenzó la carrera de marino mercante en la Escuela de Náutica y se recibió a principios de 1982. Por las vueltas del destino, “Alex” intercambió en 1981 su buque “Río Cincel” con su amigo y compañero de estudios Fernando Morales, a quien le tocaba el ARA “Isla de Los Estados”. El 8 de abril de 1982, el ex combatiente Morales lo vio por última vez sonriente y con orgullo por defender a la patria, en un traspaso de mercadería entre las dos embarcaciones, a orillas de las Islas Malvinas. La noche del 10 de mayo Alejandro Cuevas dio su vida en combate en el navío ARA “Isla de los Estados” atacado por la fragata inglesa HMS Alacrity en el Estrecho de San Carlos.

Juan Carlos Dábalo

“Por fin te encontramos, Juan Carlos”

Por: Graciana Espil.

Familia numerosa. Papá, mamá y ocho hermanos. Eran nómades, la situación económica no era buena y eso los hacía tener que trasladarse permanentemente. Su papá trabajaba en la cosecha y luego de mucho tiempo pudieron instalarse en una casa en la calle Farías, entre Barranqueras y Resistencia, en Sáenz Peña, Chaco.

Juan Carlos nunca fue a la escuela y a los 18 años se fue a vivir a La Plata para ir al  regimiento. Sin embargo, por dejarle el lugar a un compañero de la ciudad de las diagonales decidió ir a Río Grande y formar parte del Batallón de Infantería de Marina N°5 como conscripto.

Allí tuvo su primer encuentro con una docente. Aunque esa cercanía con la maestra duró poco, fueron los meses necesarios para que hoy, después de 40 años, su familia siga leyendo sus cartas y así sentirlo más cerca.  

Juan Carlos tenía 20 años y estaba en la primera línea de batalla en las Islas Malvinas, defendiéndose de las tropas británicas en el Monte Tumbledown. El 14 de junio de 1982, el conscripto Dábalo fue muerto en combate.

Fueron 35 años de búsqueda. Ramona, una de sus ocho hermanas, expresa que nunca perdió la esperanza de encontrarlo vivo, pero cuando las familias salieron a festejar la ocupación en las Islas, solo atinó a sentarse en uno de los bancos de la Plaza 25 de Mayo de Resistencia: “Sentía que algo malo había pasado”, recuerda.

Esperaron 35 años para que en la lápida del soldado no identificado, hoy haya una identidad y una carta: “Querido Juan Carlos (…) Por fin te encontramos, pudimos estar con vos, ponerte un nombre y saber dónde estás. Te vamos a extrañar”, escribió Ramona en un papel que quedará para siempre en la memoria de su pueblo.

Orlando De Chiara

Una sonrisa que no se apaga

Por: Graciana Espil.

El teléfono suena. Tres tonos y empiezan a correr los minutos de la llamada. Se explica la intención de este trabajo para que la señora esté tranquila, pero cuando se menciona el nombre de su hijo, Orlando De Chiara, solo se siente una congoja. Diodata se quiebra y de un segundo a otro, se escucha el pitido constante de la llamada finalizada. Malvinas sigue lastimando, 40 años después.

“Era rubio, todos decíamos que pertenecía a la jerga naval por cómo se vestía, estaba siempre con una sonrisa, nunca lo ibas a ver mal”, cuenta José Antonio Aranda, “Tony”, para sus amigos del Crucero General Belgrano.

“Buen hijo, buen amigo, buen primo. Tuve la oportunidad de quedarme en varias ocasiones en su casa y su familia lo amaba. No era para menos, ese chico hacía todo bien”, expresa Eduardo Yanzon, amigo de Orlando desde el momento en el que entraron a la Armada.  

Orlando De Chiara fue marinero primero, nació y vivió en Garín, provincia de Buenos Aires. En 1976 ingresó en la ESMA y se recibió en 1981 como técnico maquinista naval. Esa fue la primera vez que vio a sus papás después de varios años y también una de las últimas. 

En 1982 se embarcó hacia las Islas Malvinas en el Crucero ARA General Belgrano. Trabajaba en la sala de máquinas, precisamente donde impactó uno de los dos proyectiles del submarino Inglés Conqueror. “Su sueño era volver a la Marina y terminar la carrera”, dice Eduardo, con una tímida risa. Y agrega que recordarlo para él significa algo muy personal e importante.

2 de mayo a las 16:02. Como el resto de los días, Orlando ingresaba y Ricardo Wery, compañero de De Chiara, salía. “Ahí escucho el primer estruendo”, rememora Aranda, y agrega: “En ese momento el gigante de los mares comenzaba a hundirse”. Así, se desvanecieron cientos de sueños, de Orlando y de tantos otros pibes héroes de Malvinas.

Ernesto Rubén Del Monte

Lanzamiento del alma

Por: Leandro Gambino.

Ernesto Rubén del Monte, apodado como “El Cabezón” o “La Chancha”, ingresó a la Armada el 15 de febrero de 1980. Desde los comienzos se notaba su solidaridad y ganas de aprender para hacer carrera. Con un desempeño destacado entre sus pares, en lo deportivo y académico, logró ganarse el cariño de los compañeros.

“El vivía acá sobre Paso, antes de llegar a Alvear, en Lomas de Zamora. La mamá se llamaba María, una señora buenísima y muy trabajadora. Ernesto, en el barrio, siempre era de la barra que iba a bailar, tenía mucha pinta: ojos verdes y corpulento”, recuerda Antonio De Luca, amigo de la infancia.

“Corrían los ‘80, en noviembre cumplía años. Me estuve cuidando toda la semana para no ser sancionado y salir de franco. Pero un oficial, para que no pueda festejar con mi familia, me puso de guardia imaginaria ese fin de semana. Cuando “El Cabezón” se enteró, aunque él tenía franco, se quedó el fin de semana conmigo festejando el cumpleaños”, relata Eduardo Daniel Aguemo.

Una de las mayores pasiones de Del Monte era el deporte. Con un brazo que parecía biónico practicaba lanzamiento de bala como nadie. “Mientras nosotros hacíamos un calentamiento previo de una hora, él como llegaba lanzaba y lo hacía más lejos que el resto”, confiesa entre risas Miguel Ángel Medero. Se destacó de tal forma, que el campo de deportes de la ex Escuela de Mecánica de la Armada lleva su nombre.

En 1981 disputó un torneo interfuerzas en Córdoba. El que no pudo participar fue Osvaldo Donoso: “Era un excelente compañero. Disfrutamos mucho las horas que entrenamos juntos. Yo no pude ir a competir por una peritonitis, pero no se olvidó de mí y antes de irse me vino a visitar al Hospital Naval. Fue un gran amigo hasta el último día”. El 3 de mayo de 1982 se encontró con su fatal destino tras el ataque de la aviación británica sobre el Aviso ARA Alférez Sobral.

Carlos Alberto del Rosario

EL MAR FUE SU DESTINO

Por: Micaela Delzart.

Suena Camilo Sesto en la radio. Carlos Alberto del Rosario Cueva juega a la pelota con sus tres sobrinos, hijos de María Adriana Cueva, una de sus dos hermanas. Lleva unos pantalones de jeans oxford y una camisa abierta como Elvis Presley.

De repente, tocan a la puerta. Dos generales le imponen que debe ir a luchar por su país a Malvinas. Aunque él era muy patriota y en su cuarto colgaba la bandera Argentina, la idea lo aterrorizó. Buscó sus pertenencias. Al lado de la guitarra, su objeto favorito, agarró un bolso rojo. Esa bolsa sería lo único que encontraron de él años más tarde. Despidió a su mamá; a sus hermanas y a sus sobrinos, Carlos, Cristian y Miriam. Y marchó para las islas.

“Él fue una persona muy especial para nosotros. Nos faltaba un papá y él ocupaba ese rol. Cuando pasó lo de Malvinas, lo sufrimos muchísimo. Fue como si se hubiera ido nuestro padre”, expresó su sobrina, Miriam Cueva.

Aunque era el único varón más chico, no tenía miedo. Quería honrar a su madre y seguir los pasos de su tío militar. Desde los 16, edad en la que partió de Córdoba hacia Buenos Aires, supo que el mar sería su casa. Hasta él mismo lo expresaba: “Mi tumba va a ser el mar”.

Estuvo en otros conflictos como el canal de Beagle, pero ni ahí ni en Malvinas se bajó del Crucero ARA General Belgrano. Él aprendió por su cuenta y se convirtió en Cabo Segundo de la Fuerza Armada. Entrenaba a los nuevos combatientes y les enseñaba a utilizar el radar.

Sus compañeros le decían “Pipino Cuevas” por el ex boxeador Pipino Isidro Cuevas González y, aunque era algo reservado, ayudaba a sus colegas en lo que necesitaran.

“Me hundía en el silencio”, cantaba Sergio Denis, en “Los caminos del silencio”, uno de los músicos que más escuchaba. Su familia y el crucero marcaron su vida y así como presintió, su tumba terminó siendo el mar.

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