Una sonrisa que no se apaga
Por: Graciana Espil.
El teléfono suena. Tres tonos y empiezan a correr los minutos de la llamada. Se explica la intención de este trabajo para que la señora esté tranquila, pero cuando se menciona el nombre de su hijo, Orlando De Chiara, solo se siente una congoja. Diodata se quiebra y de un segundo a otro, se escucha el pitido constante de la llamada finalizada. Malvinas sigue lastimando, 40 años después.
“Era rubio, todos decíamos que pertenecía a la jerga naval por cómo se vestía, estaba siempre con una sonrisa, nunca lo ibas a ver mal”, cuenta José Antonio Aranda, “Tony”, para sus amigos del Crucero General Belgrano.
“Buen hijo, buen amigo, buen primo. Tuve la oportunidad de quedarme en varias ocasiones en su casa y su familia lo amaba. No era para menos, ese chico hacía todo bien”, expresa Eduardo Yanzon, amigo de Orlando desde el momento en el que entraron a la Armada.
Orlando De Chiara fue marinero primero, nació y vivió en Garín, provincia de Buenos Aires. En 1976 ingresó en la ESMA y se recibió en 1981 como técnico maquinista naval. Esa fue la primera vez que vio a sus papás después de varios años y también una de las últimas.
En 1982 se embarcó hacia las Islas Malvinas en el Crucero ARA General Belgrano. Trabajaba en la sala de máquinas, precisamente donde impactó uno de los dos proyectiles del submarino Inglés Conqueror. “Su sueño era volver a la Marina y terminar la carrera”, dice Eduardo, con una tímida risa. Y agrega que recordarlo para él significa algo muy personal e importante.
2 de mayo a las 16:02. Como el resto de los días, Orlando ingresaba y Ricardo Wery, compañero de De Chiara, salía. “Ahí escucho el primer estruendo”, rememora Aranda, y agrega: “En ese momento el gigante de los mares comenzaba a hundirse”. Así, se desvanecieron cientos de sueños, de Orlando y de tantos otros pibes héroes de Malvinas.